jueves, 15 de marzo de 2007

Los personajes secundarios de Alma


Se me ocurrió escribir algunas escenas sobre los personajes secundarios de Alma. Aquí va uno de ellos:

Una bandada de patos salvajes cruzó el cielo camino del sur. Era la señal inequívoca de que el tiempo empezaba a cambiar y la metáfora perfecta para explicar que las cosas ya nunca serían iguales.
La mujer aceleró el paso y llegó al fin a la rue Royale.
De todas las direcciones llegaban más y más personas deseosas de no perderse el espectáculo. Era día festivo y mañana quizá los ojos se negarían a abrirse.
Miró en ambas direcciones y se ajustó el gorro blanco de algodón sobre la frente. No era posible que la reconocieran, pero había que tomar precauciones.
Al final de la calle tuvo que detenerse un momento. Un escalofrío de terror le debilitó las piernas ante la presencia de la enorme plaza.
La multitud se agolpaba, unos con otros, sin espacio.Hoy era un día grande y nadie quería perdérselo.
Ella era quizás la única que guardaba en su corazón un mensaje muy distinto a los demás. Desde donde se encontraba no podía ver bien. Pidió disculpas e intentó avanzar por entre la masa compacta de espectadores, pero resultaba imposible.
Entonces oyó el murmullo.
Provenía de atrás. El ruido de mil voces furiosas descargando el veneno del odio.
Cuando al fin pudo girarse apenas esquivó el empujón de un guardia nervioso que apartaba a la multitud para dejar paso.
Un segundo, un remolino de público gritando y se encontraba detrás del carro, empujada hacia delante, hacia el centro de la plaza.Intentó luchar, zafarse, pero fue imposible. Lo que había venido a hacer no necesitaba tan buena perspectiva.
Dejándose arrastrar, levantó al fin la vista.
Sobre el carro que marchaba lentamente delante de ella iban tres personas; el cochero, que arreaba con calma los caballos, un alguacil nervudo que sostenía una soga entre las manos y una mujer de espaldas, vestida de blanco y que permanecía sentada en el travesaño que antaño servía para soportar el heno.
La multitud furiosa la insultaba, con palabras gestadas por mil días de hambre y frío.
Sin darse cuenta llegaron al centro de la plaza. Allí terminaba el viaje.
La casualidad había querido que tomara el mejor puesto, en primera fila del espectáculo, a pocos metros del cadalso.
Las imágenes a su alrededor se sucedían como en un sueño, lentas, dilatadas y brumosas.
Ella había venido a orar y ahora se daba cuenta que sus palabras no encontraban el camino del cielo, paralizada como estaba ante el horror.
La mujer del carro había subido a una plataforma de madera que se encontraba a poco más de un metro del suelo. Llevaba las manos atadas a la espalda y dos hombres más la esperaban allí.
Entonces pudo ver su rostro por primera vez.
El cabello lo llevaba recogido bajo un gorro similar al que ella tenía puesto, del que se le escapaba algún rizo que se había resistido a las manos del carcelero, y un sencillo vestido de algodón blanco cubría su cuerpo.
El azul profundo de sus ojos no mostraba miedo, más bien desencanto. El epílogo de su vida no debía de haber sido éste, sino una cama cálida rodeada de los suyos.
Con un gesto piadoso el verdugo la colocó de pie frente a una plataforma vertical de madera y la sujetó a ella con correas.
Con un movimiento experto la plataforma giró sobre un eje central y tornó a su primitiva posición horizontal, dejando a la mujer tumbada boca abajo.
La multitud, que hasta ese momento había estado bramando de odio, enmudeció de pronto. Eran instantes demasiado importantes como para descuidarlos.
Tuvo que ser rápido, pero a la mujer solitaria de la multitud le pareció una eternidad.
El verdugo accionó el mecanismo y la hoja afilada descendió entre dos raíles perfectamente engrasados.
El sonido se oyó de uno a otro extremo de la recién nombrada Plaza de la Concordia y la cabeza de la cautiva terminó en una cesta a los pies de la guillotina.
María Antonieta de Habsburgo, Reina de Francia, acababa de ser ajusticiada.
Como a la orden de una señal, la multitud empezó a bramar furiosa. Habían sido muchos años de carencias, de necesidades, y la sangre de los reyes era el mejor elixir para un pueblo cansado de penurias.
La mujer era la única que no parecía reaccionar.
-¿Qué? ¿No te alegras de la muerte de la perra austriaca? –le espetó un hombre a su lado.
Entonces comprendió que debía salir de allí, que su vida corría peligro entre esa multitud furiosa.
Arrastrada por la marea humana llegó hasta el puente y con paso rápido alcanzó el Palacio Borbón.
Allí pudo respirar un poco de aire fresco y poner sus ideas claras.
-¿Madame?- oyó a sus espaldas.
Un escalofrío de terror la paralizó. Si era reconocida no tardaría en seguir el mismo camino que la reina.
Miró en aquella dirección y pudo ver a un hombre joven y desconocido dirigiéndose hacia ella.
Cuando llegó a su altura la tomó del brazo y avanzó a paso rápido, camino de Saint Germain.
Una vez que la multitud se disipó a su alrededor, quedaron solos en medio de las desiertas calles de París.
- Es peligroso que andéis por París en estos días, madame.
- ¿Me conocéis?
El hombre le dirigió una sonrisa apenas esbozada.
-Os recuerdo. Erais amiga de mi madre.
-¿Cómo os llamáis? –preguntó curiosa por primera vez.
-Soy el teniente Beaujeu- contestó el joven – y vos, sin duda, sois madame Pauline.

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